Todo inició con el inocente toque del extremo ungueal de nuestras uñas, la tuya delicada y larga, la mía consecuencia de la rutina, todo en la broma del contacto digital de la película E.T. Rechinante, incómodo, soso, poco gracioso. La estática de la alfombra del salón de clase hizo un leve chispazo en el tercer falenge, justo en el toque de las llemas, cosa que me pasa a cada rato en mi costumbre de arrastrar los pies y tu frecuencia por las plantillas de goma. Allí terminó, no hubo más.
Pero en la oscura entrada de aquel recinto, con la enramada arriba de bejucos en desorden sentí el roce suave del torso de tu mano en la mía. Antes o después, con la misma y más intensa sensación del asiento delantero de mi auto; una de ida, una de venida, suave e inocente de la estrechura del portal y la precaución del piso de piedra incierto. Fue escalofriante la sensación de tu suave piel en los 19 vellos de apenas 1.83 centímetros cuadrados del dorso de mi mano. En regresión logarítmica se erizaron llevando aquella sensación por el folículo, hasta la base, con reacción de piel de gallina traspasando los estratos córneo, lúcido y espinoso y finalmente rechinando fuerte en hueso escafoides. Luego en radical positiva, en menor intensidad pero similar conexión, tangente hacia una constante para no olvidar el hito.
Pude experimentar cual pergamino en trarrosque inverso devorando la intensidad de tu suave piel, a medida que avanzaba desde un punto de inflexión inexistente sin que la integral sea compuesta, el contacto desde el @gotado metacarpiano hasta el falanje donde empieza esta historia. Esta o la otra, la tuya, la mía, la vida misma. Cada centímetro del dorso de tu mano me recordó que existo, en la inolvidable sensación de un martes por la noche, no este, no los últimos dos.
Entonces lo extrañé. El romance del dorso de tu mano rozando la mía, sin querer o bien queriendo al compás de tu sonrisa desde la pestaña izquierda, donde parece haber un lunar y justo antes que caiga el pelo sobre tu rostro; ni mucho, ni poco, mechón a mechón. Esa misma sensación que causa una tarde de sábado, con la emoción del jueves que se fue, cuando todo parece ser de nuevo igual. En la aceptación del estatus, con el buen humor para esconder el estrés y de nuevo, esa sensación que todo será igual. De nuevo, ni tan nuevo, con el recuerdo de aquel momento que superó el sublime.
Con y sin la esperanza que habrá otro, mejor. Con el dorso de tu mano, otro lunes, no como esos martes, sí como esos, no con nadie más.