Era una jornada tradicional, de estresantes aeropuertos, conferencias en inglés geomático y dolor lumbar por la pesada Toshiba que mellaba justo en el hombro derecho. Tras un par de horas de vuelo retrasado me había degustado dos cafés y una barra de chocolate. Para gastar tiempo me había comprado una versión especial de Vivir para Contarla–de García Márquez-, acto por el que la dependienta me regaló un separador de diseño interesante sobre el que ensayé mi nombre, probando un marcador que finalmente no compré. Resignado a la espera me había sentado en una sala donde parecía estar la gente que no tenía más que hacer.
Cuando escuché la llamada para acercarse a la terminal 27 me levanté como un soldado y acudí de inmediato buscando una silla cercana. Cuando saqué mi libro, al que le había devorado unas 43 páginas me percaté que el separador no estaba, recordaba haberlo visto caer de mi silla, así que de prisa regresé a buscarlo.
Cuando llegué me pareció familiar el rostro de una dama que con sus piernas cruzadas y una maleta verde extraño se había acomodado en la silla. Pude ver el separador abajo, me apresuré y con cortesía le pedí me permitiera recoger algo bajo su silla. Me lanzó una mirada rápida, al vacío y de inmediato dobló su torso para hacerlo por su cuenta. Tomó el separador lo observó unos segundos, luego me vio con la ceja derecha y en ese mismo momento la vida se me congeló como una charamusca.
Por meses había dedicado mis dones ocultos a escribir cartitas por encargo a un par de compañeros de primer curso, uno de segundo y otro de la escuela que por cincuenta centavos contrataban 17 de mis líneas para chicas que se enamoraban de mis letras y se encariñaban de sus nombres. Eran esos años cuando yo creía que mi rostro, oculto tras un pésimo peinado de lado y el peyorativo de no ser de la capital, jamás me permitirían una respuesta positiva de una chica, menos de la que alumbraba mis ojos a tres sillas por delante de mi fila. Dispuesto a nunca entregarla le había escrito una carta con el esmero de este mismo relato, con palabras que nunca puse en las misivas mercenarias. La había doblado como decía el formato y con mucha delicadeza le había entrelazado las iniciales de nuestros nombres.
Un día me decidí entregársela, la excusa fue infantil pero me costó días planificarla. En la jornada de la mañana le pedí que me prestara el cuaderno de Estudios Sociales, en medio había colocado la cartita, justo en la sección que ella debía estudiar para no caer en el ridículo de la Profesora Elida con su fastidiosa pregunta de las 7 de la mañana.
-Tu cuaderno- le dije, mientras me temblaba la mano como si estuviera ingresando al internado una onza de droga o media revista pornográfica.
Ella extendió la mano y mientras me miraba con una sonrisa cortés, ambos fuimos testigos como la cartita cayó al piso. Temblé como cuando el papá de Cucaracho nos encontró robando caña, me prendí de sus ojos y pude ver como su ceño se frunció, luego se agachó a recoger la misiva y entonces sus cejas se extendieron, se alargaron y fruncieron de nuevo mientras con su mano encerraba la cartita. Entonces la ceja hizo una comba y me vio mientras sus delicados labios soltaban una sonrisa de curiosidad, desconcierto y magia.
Fue la razón por la que reconocí de manera certera su expresión al recoger el separador, inmediatamente me transportó kilómetros en un mismo segundo casi 23 años después. Debió leer mi nombre –que seguro nadie más lleva-. Frunció las dos cejas en el centro, las combó y alzó la mirada hacia mí en una sincronía que solo el destino podía haber preparado. Sus lindas cejas se expandieron en desconcierto, inmediatamente sus dos ojos se chispearon, temblaron y su delicada boca hizo la misma expresión de aquella tarde en la clase de Educación Cívica.
Yo me paralicé, extendí como zombi la mano para pedir el separador y cuando sus dedos tocaron los míos una corriente eléctrica atravesó mi corazón y me temblaron las piernas como persianas en vertical. Se me colgó un nudo en la garganta y media lágrima se formó en el extremo de mi ojo mientras veía aquel rostro guardado en el sector 1 de mi disco por años. Sus pómulos eran iguales, con algo de maquillaje, sombras en los párpados y secado de salón que parecía no ser su costumbre pero que daban un toque ligeramente diferente a lo que el internado prohibía. Pero era ella misma.
Entonces mientras nos tomábamos las manos, ignorantes al lugar, las maletas y ruidos por los altoparlantes, la cápsula del tiempo se abrió. Corrieron por mis recuerdos los seis meses de aquel año, luego que mi cartita tocara su corazón y decidiera contestarme palabras que me dejaron una semana entera con dolores en el esternón. Ansiaba que llegara la clase para verla entrar, ordenadita con su falda a paletones, cabello castaño impecable, para que me atrapara con esa mirada que me daría vida toda la mañana y muerte por la noche. Luego ansiaba que llegara la jornada de la tarde para que me diera el cuaderno con la cartita que iba a parar a mi bolsillo. La clase duraba una eternidad, impaciente soportaba inerte, para ir a leerla siete pausadas veces, con lágrimas en el estómago y dolor dentro –muy adentro– de los huesos. Entonces quería que fuera de noche para que apagaran la luz. Cerraba mis ojos y literalmente veía su rostro con media sonrisa, sus cejas fruncidas, en comba, sonrientes.
El tiempo no parecía pasar, las cosas no tenían sentido de ser, las clases, la gente, solo ella y yo. Jamás nadie preguntó por el secreto del cuaderno que llevaba dos cartas de ida y dos de venida en cada semana, con frases que nunca había escrito por encargo y respuestas que hasta entonces nunca imaginé podrían venir de su alma.
Así era esa vida en el internado, amábamos con toda el alma a un rostro que nunca tocaríamos, unos ojos que nunca besaríamos, unos labios que solo con suerte besamos. Los pocos contactos hurtados eran en la clase de la Profesora Chicas, cuando le dejaba usar el formón para que arruinara mi carro de madera mientras le daba una lección que solo llevaba el objetivo de tocar sus manos, acto al que ella respondía con apretoncitos en las puntas de mis dedos. Aquellos eran los momentos más sublimes del romance, ella decía –en las cartitas– que le derretía su alma mientras que a mis 13 años la sensación era tan fuerte que me provocaba leves eyaculaciones de lubricante y unas ganas de morir por dentro ante la euforia por gritar su nombre en Saturno un lunes por la mañana. A estas alturas ya no me apena confesarlo así de crudo, pero en aquellos pubertos años, claro que todo era un completo caos legítimamente ordenado.
Pero nadie se imagina si las cenizas de eso podrán trasponerse más allá de las complicaciones que adquirimos y le dan sentido a esta vida.
Aquel momento de iluminación apenas nos dio tiempo para cruzar un par de palabras en el aeropuerto, no parecía ser necesario y ni siquiera nos percatamos de cuanto tiempo duró el apretón de dedos. Sus uñas delicadas, sin esmalte, apretaron mis dedos de nuevo y el abrazo fue intenso. Besé su cuello cerca de sus aretes con deseos de llorar, mientras olía su perfume de rosas en agua, pude sentir un quejido lastimero cuando le dije el nombre –como le llamaba– justo al oído, mientras sentía sus pechos presionando mi tórax.
Entonces el altavoz anunció mi nombre, advirtiendo que la puerta se iba a cerrar. Sentí coraje y en un impulsivo segundo le pregunté su correo electrónico, lo apuntó en el separador, le dicté el mío pero entendí su poca habilidad con la arroba cuando no pudo interpretar el vocablo Gmail.
-No te preocupes, tengo el tuyo- le dije, a lo que respondió insistente.
-No lo vayas a perder, deberías escribírmelo-
Pero no había tiempo, así que tomé el separador, lo metí al libro y partí con un abrazo corto y el impacto de su mordisco en mi cuello.
Subí al avión, ansioso por la carrera de perderlo y el susto del furtivo encuentro. Apreté contra mi pecho el libro como si fuera parte de mi ser, como si allí estuviera mi vida, mientras me disponía a soñar. Unos segundos más tarde el compañero de viaje empezó a platicar como ametralladora, parecía ser un tipo que no podía dejar de hablar. Yo no quería perder ese momento con un charlatán que me habló de mil cosas en seis párrafos sin sangrilla, así que lo llevé al tema de García Márquez. Justo en mis planes parecía haber leído cada uno de sus libros, prefería La Hojarasca,así que le ofrecí mi ejemplar, que como lo esperaba aún no leía.
Tomé el separador, lo guardé en mi bolsillo como lo hacía con las cartitas, luego cerré mis ojos… y la vi de nuevo. Allá, donde se sentaba en el otro lado de la cancha, bajo la ventana de la casa de la Profa Raquel Ramos, de piernas cruzadas y mirada perdida. Yo, desde el otro lado, en la banca de madera, hasta que nuestras miradas se conectaban en un hilo virtual que parecía ignorar el partido de basquetbol, el silbato del consejero, las loras de al lado o el marcador final. Recordé aquel viaje a El Socorro, por la poza Azulera, cuando vistió una blusa verde acua ajustada al cuerpo… su sonrisa debió ser la misma pero el impacto único e inolvidable. Luego recordé el viaje a San José del Potrero, –más potrero que San José-. Esta vez en el uniforme celeste del coro de la Profe Nancy… como los ángeles.
-Esdras preparó su corazón, para inquirir en su ley…
realmente lo hacían como los ángeles.
Su rostro divino finalmente me acarició, y con dos noches de desvelo literalmente me condujo en un paseo por las nubes.
La salida del aeropuerto fue rápida, el taxi me llevó al hotel y en un momento estaba cómodamente sentado en una silla estilo Luis XV buscando la conexión inalámbrica. Metí mi mano al bolsillo para buscar el separador y no lo encontré. Metí mi mano en la otra, tampoco lo hallé. Un temor invadió mi corazón y empecé a buscar en otros lugares: en el libro, en mi billetera, en mi camisa, en mi pasaporte… no estaba!
Pausadamente, una, otra, y otra vez revisé cada calzoncillo de mi equipaje, a medida que iba descartando cada pieza, un dolor en el pecho empezó a crecer. Luego me quité cada prenda hasta quedar desnudo, me sentí un idiota por segunda vez y a medida que inconscientemente comenzaba a hacer cucharitas llegué a la fatídica conclusión.
-¡Que Basura! – grité con el esófago. Mientras me tiraba los pelos, lanzaba pucheros contra el aire y soltaba otras blasfemias indignas de este blog.
De eso hace ya unos años. Ya no se si recriminar mi tozudez, si cuestionar el destino, suponer que ambos estamos complicados o dudar si realmente sucedió.
Solo puedo estarle agradecido por haberme permitido amarla más allá de lo sueños, más de una vez. Más fugaz no pudo ser, pero en ambos casos, con la única razón de recordarme que existo.
De nuevo… Gracias.
Tomado de por allí, casi con la misma tinta, para unos cuantos lectores que saben que no solo existe el OpenSource.