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Cartitas

Reciclado de mis noches solitarias en Guatemala, justo ahora que estoy por salir para allá les dejo algo para que se entretengan.

Lo se, no llena la obsesión por lo tecnológico… pero existe.

Ella era una dulce niña de ojos negros y cabello liso hasta los hombros, de las privilegiadas familiares de empleados del internado donde hice aquellos años, que convivían en las instalaciones con libertad total; podía estar en la tesorería, donde la tesorera Elisa, después que Nubia se casó con Elvir y desaparecieron del mapa pueblerino, también podía estar en el comedor, después que se fue Doña Gladis, comer como una interna, ir a la cancha los sábados por la noche y aún acompañar el grupo de loras cuando iban al pueblo chaperonadas por la profesora Nancy.

Cejas bonitas, estatura pequeña, apenas llevaba quinto grado, sus partes femeninas iniciaban como pequeñas naranjas, pero sus ojos coqueteaban el firmamento de aquellos que merodeábamos la cerca.

Siempre me la encontraba cuando yo iba a lavar platos al comedor, quizá a propósito ella se tardaba un poco en comer, calculando la hora de mi natural timidez por no encontrarme con el grupo de internas en masa. En lugar de irme por el taller, recorría el andén esperando verla, sin levantar la mirada podíamos sentir el uniforme azul y blanco, con camiseta de aniversario, nos acercábamos mientras los nervios aumentaban en proporción inversa con esa distancia, cuando estábamos a 3.215 metros nos mirábamos los ojos, y al llegar a 1.837 de separación sonreíamos de pena y pavor, luego nos decíamos lo mismo.

-Hola.
-Hola.

Luego seguíamos avanzando en sentidos opuestos, ella a la prisión de su tía, yo a la media hora de agua caliente y Xedex.

Desde el encuentro 11, había decidido escribirle una cartita, el texto estaba redactado con tinta de enamorado, y en los tres párrafos y medio le pedía que fuéramos novios, creo que no sabía ni para que, en caso que dijera sí.
Solo lo sabíamos dos personas; Daniel, con quien había hecho una buena amistad luego de acompañarle a barrer la escuela en mi media beca anterior, también lo sabía yo, aunque como dijo un uno, hubiera preferido negarme el gusto de saberlo por ser tan sagrado. Y fue por influencia de Daniel, que un día después de doblar la cartita por enésima vez, decidí entregársela. Fue una noche, había película, una extraña costumbre del internado, en que llevaban los alumnos un sábado al salón del comedor, y la Seño Margarita sacaba unas antiguas cintas que hacía girar en el proyector, a veces eran simples reportajes de un obsoleto documental conocido como «Visión», las escenas de playa las censuraba con el dedo índice en la lente. Para variar exhibían La Cruz y el Puñal y El Progreso del Peregrino por otra última vez. Sin embargo los estudiantes lo disfrutaban, a excepción de Oliva, que una vez protestó, junto a Purificación, la escena no se repitió tras la reactivación del cuarto oscuro llamado  Manhatan.

Siempre mi dulce niña se sentaba atrás, donde estaban las cocineras, bequistas de último turno y nosotros los atrevidos externos que nos colábamos en el recinto con excusas reservadas para otro relato. Ella presintiendo algo se fue a tomar agua a la cocina, así que aproveché, estaba oscuro, apenas la luz de la película, cuyo tema sinceramente no recuerdo. Me fui tras ella, me acerqué cuando la iluminó la luz de la refrigeradora, vi sus finos labios pegados al vaso verde, mientras me miraba con ojos nerviosos, tomé valor y le di la sudada cartita.

Espero tu respuesta– le dije, con el heroísmo que me daba su sonrisa, pero con el corazón hecho una ardilla en la era del hielo.

Aún no recuerdo si me dijo sí, podría haberme dicho que no, tampoco lo recuerdo. Por el resto del año, seguimos la misma rutina, encontrándonos en el mismo andén, con los mismos nervios, ella con la culpabilidad de tener una carta guardada en su cajita secreta, yo con la esperanza de un día recibir una a cambio.
Llegó fin de año, y el tiempo se desperdició igual, se acercaba la misma sensación que nos producía la partida del avejentado bus, el consuelo que se quedarían los bequistas tres semanas, y que volveríamos a gastar nuestros días en indolentes cohetes de una noche.

Una tarde, que ya parecía noche, nos vimos, aún puedo ver su rostro, lindo, sus ojos vivaces, su sonrisa penosa. Cabal puedo sentir su respiración nerviosa, tras un único beso cortísimo, no hubo lengua, ni siquiera cerramos los ojos. No fue espectacular, solo fue suficiente para recordar el húmedo sabor y no olvidar el contexto.

Veinte años después escribió mi nombre en Google

Cuando aspira su pajita en el granizado de café, sus labios se ven igual, como aquella noche presionando el vaso verde…

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